Hay gente que no es que esté
totalmente convencida de sus ideas, es que no conoce otras. Se mueve en el
límite entre el conocimiento y la fe. Esta gente se agarra a unos principios
recibidos que no se ha atrevido a cuestionar y así combatir el vértigo de la
duda.
Erróneamente muchos consideran que las
convicciones ideológicas, políticas o religiosas deben mantenerse inmutables
como parte sustancial de la personalidad. Ignoran que corren un alto riesgo de
acabar automatizándose si recurren a ellas como a un manual de respuestas para
toda situación que surja a lo largo de la vida. El grado de firmeza y
contundencia con que se apliquen evaluará la fuerza de esas convicciones.
Sin embargo, esa sólida imagen que se
ofrece se desmorona ante cualquier dilema que afecte de una manera más o menos
próxima. Sencillamente porque todas las convicciones se forman a partir de
creencias, opiniones e ideales. No son más que interpretaciones de la realidad
que inicialmente ayudan a entenderla y a moverse por ella.
El mérito está en que uno mismo debe
saber forjar sus convicciones personales a partir de su experiencia y un
espíritu crítico. No hace falta, pues, asimilar las convicciones de otros para
transformarlas y defenderlas como propias.
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