Entre los distintos tipos de personas
complicadas que nos rodean sufrimos con mucha frecuencia a los infalibles. Individuos
que no se equivocan ni cometen fallos nunca. Eso creen.
Sorprenden por su extraordinaria
habilidad para hacerlo bien... incluso cuando lo hacen mal. Porque ellos no lo
hacen mal jamás; siempre tiene otro la culpa, o si no hay nadie a mano para
señalar, se excusan de mil maneras: una encerrona, una trampa o previamente ya
alguien se había adelantado para provocarle la confusión. A lo sumo, llegan a
admitir que hubo un ligero descuido, un lapsus insignificante que no se puede calificar
ni siquiera de tropiezo.
Para ser sinceros, infalible es el Papa
y no siempre. Solo cuando promulga un dogma de fe. Lo cual es irrefutable, ya
que por definición los fieles deben creerlo y no cuestionarlo jamás. El resto
de los mortales de una u otra manera yerra, por muy mal que siente o por mucho
que cueste aceptarlo.
Reconocer un error propio es un gesto
que dignifica. Facilita la corrección, anima a los demás a colaborar y con ello
todos nos sentimos más próximos fomentándose una convivencia más armónica.
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