Si alguien quiere pasar un buen rato
no tiene más que organizar una fiesta de disfraces.
En medio de un ambiente desinhibido se reúne a los amigos envueltos en variopintas
y ucrónicas vestimentas. Acertar en la confección de un disfraz estimula la imaginación con la única y sana intención de
divertirse.
Es en carnaval cuando el culto a los disfraces pierde su inocencia. Al
sentirnos irreconocibles en un acto liberador reforzamos el anonimato y el
traje toma licencia para exteriorizar nuestras represiones. Al fin y al cabo es
un día y perder la compostura está permitido.
Pero hay quienes invierten los
tiempos y se pasan todo el año ocultos bajo un disfraz como si estuviesen en un eterno carnaval. Estúpidos
interesados fingen en cada acto, simulan sus intenciones, cubren con embustes
sus palabras y ofrecen una desleal amistad. Por fortuna no existe el disfraz perfecto: siempre hay una
ocasión que permite desenmascarar el verdadero rostro de quien lo lleva.
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