Todas las religiones establecen la
oración como el vínculo comunicativo más directo entre un dios y sus creyentes.
Mediante un texto sacralizado los más piadosos pueden hacerle llegar sus
inquietudes, sus temores, sus miedos y solicitar así el apoyo y la ayuda
necesaria para resistir en este mundo tan materialista.
Aparentemente se trata de un gesto inocuo,
íntimo y desinteresado. Tremendo error. Se mire por donde se mire, detrás de
cada plegaria hay una reflexión egocéntrica con una finalidad mucho más
mundana. Especialmente aquellos que oran para recibir un favor, un trato
especial o un provecho que en condiciones naturales no les correspondía.
El fervor religioso solo reclama
injusticia. Se reza para obtener un puesto de trabajo, aunque con ello se
desprecie el currículo de los otros aspirantes o se invoca al cielo al empezar
una competición para superar a los rivales... así hasta llegar a quien enciende
velas a algún santo para que le toque la lotería. En todos los casos la
intervención divina implicaría la adulteración por favoritismos en detrimento
de merecimientos y del respeto a la igualdad.
En otras palabras, cada vez que
alguien reza está pidiendo a su dios que haga trampas. Mal asunto.
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