Con insistencia se levantan voces
protestando contra los contenidos de las series de televisión: la mayoría giran
en torno a la violencia y a la delincuencia. También están las comedias
neocostumbristas que curiosamente se sostienen sobre mentiras, enredos y
malentendidos. En ambos casos siempre aderezados con sexo.
Uno podría reclamar a la televisión que
aprovechase su influencia en el público con un fin más enriquecedor que el de
meramente entretener. Ya que alcanza a todos los hogares, sería el medio ideal
para reforzar las normas de civismo más elementales y de paso recordar al idiotizado
telespectador que tiene una masa pensante y animarle a ejercitar su cerebro. Y
aunque esto suene bien, con resignación sabemos que se trata de una cándida
propuesta sin futuro.
Los rectores de la televisión solo
pretenden beneficios económicos que hagan rentables sus inversiones. Están
aplicando los informes y trabajos de psicología y antropología realizados por
universidades de prestigio por lo que se presenta complicado desviar su línea
de producción. Al fin y al cabo, atrae mucho más el riesgo, lo prohibido o, en
su defecto, el morbo, que los buenos modales, y estamos hablando de un negocio.
No hay elección.
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