Si representásemos nuestro estado de
ánimo, siempre susceptible a cambiar según los estímulos y situaciones del día,
siguiendo el trazado de un gráfico lineal llegaríamos a la conclusión de que
ofrecemos un perfil de inestabilidad que roza la patología mental.
No se escapa nadie, y mucho menos, si
uno mismo se encarga de ir colocando las puntuaciones diariamente. Con pasmosa
irregularidad pasaríamos de la zona alta a la baja, marcando unos picos que en
ocasiones alcanzarían una distancia de vértigo, como si el Everest colindase
con las fosa de las Marianas. Podríamos hablar emocionalmente de inestabilidad
o bipolaridad sencillamente porque en un momento hipomaníaco nos comeríamos el
mundo y sin necesidad de sufrir ninguna indigestión en un cambio de aires
pasaríamos a una aplastante depresión que nos reduciría al óvulo materno.
Placer o dolor, deseo o inapetencia,
alborozo o tristeza... todos significados opuestos, se necesitan mutuamente
para sentir la vida. Y como el equilibrio emocional no existe, no es cuestión
de reprimir esos sentimientos, sino de aprender a convivir con ellos y poder
disfrutar el hecho de que somos doblemente humanos.
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