Desde siempre el mundo de la cultura
reclama un menor tipo impositivo para sus actividades, pues las considera de
interés general. Todos los intelectuales secundan esta reivindicación señalando
que los libros, la música, el teatro o el cine son industrias que benefician
sustancialmente a todos. Y no les falta cierta razón.
El principal obstáculo radica en
definir qué es arte y cultura. Difícilmente se puede encontrar literatura en
publicaciones como Belén Esteban.
Ambiciones y reflexiones o venerar como un clásico el Aserejé aunque se escondan bajo el formato de libro y de música,
por poner dos ejemplos.
Dejando al margen la calidad artística,
sabemos también que detrás de un Premio
Planeta o de un Grammy se sigue
potenciando un negocio con la finalidad de obtener mejores rentas. Con una
bajada de impuestos serían las grandes editoriales, discográficas y productoras
las que obtendrían mayores ventajas económicas, hecho que les permitiría
controlar mejor el mercado y en definitiva imponer al público sus propios
criterios estéticos y artísticos más todavía.
En definitiva. Aunque en origen se
puede entender que el artista medio saldría ganando, en el fondo acabaríamos
entregándolos a las multinacionales. Vista la situación, aceptemos como mal menor
que con los impuestos se contrarrestan las desigualdades, incluso en el arte.
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