La gran mayoría de la gente comparte
la idea de que no hay que desear el mal a nadie, ni siquiera a un enemigo. Hay
una fuerte superstición detrás de este buen principio, y algo de miedo también.
Sin embargo, entre gente muy
maleducada y desconsiderada, las maldiciones se intercambian a destajo. Algunas
maldiciones, no libres de brujería y otros oscuros recursos, pueden extenderse a
los descendientes y sobrepasar las generaciones. De todas formas por muy grave
que sea una maldición, ninguna resiste al mejor antídoto: ignorarlas.
Aun así, entre desear algún mal y
maldecir el diccionario no acaba de cubrir un término que sin llegar a esa idea
tan maligna, al menos se aproxime. Porque, igual que está bien visto desear que
nuestros seres queridos no sufran accidentes, enfermedades ni infortunios, ya
que estadísticamente estas desgracias se tienen que producir indefectiblemente,
y puestos a elegir, no debería entenderse como malicioso preferir que las
padezcan aquellos que no sean de nuestra devoción. Total, sería acercar los
designios inevitables del azar y la fortuna a nuestros propios deseos, nada
más.
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