La desfachatez con la que los intolerantes airean su radicalismo rebasa
el cinismo, el descaro y potencia al máximo la hipocresía en todos los
sentidos. El hecho se agrava cuando pocos salen a frenarlos y, para colmo, son
acusados de no respetar el juego democrático.
No sin intención estos radicales
confunden a una opinión pública no falta de culpa. Amparándose en unos
supuestos derechos se permiten el lujo de pisotear los de los demás. Utilizan
el mismo recurso que los fascistas: si
eres demócrata, tienes que respetar mis ideas y mis ideas dicen que hay que
acabar con los demócratas.
Demasiada cautela no exenta de miedo
manifiestan los responsables por velar las reglas que respetan la libertad de
expresión para todos. No hay postura más intolerante
que la de unos intransigentes nacionalistas que aprovechan un acto deportivo
para demostrar su total desprecio contra los símbolos de la otra manera de
entender la nación. La final de Copa del Rey de España es ese claro ejemplo
donde los que han maltratado la libertad de expresión se reconfortan en una
manipulación de los hechos para así atenazar cualquier reproche o censura en su
contra.
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