El limbo fue diseñado por la teología
como un lugar en el más allá sin dueño ni señor, donde iban a parar las almas
inocentes no bautizadas que no merecían el infierno. Hace unos años se cansaron
de ese mito y el limbo se esfumó del catecismo con la misma indefinición con la
que había aparecido.
Una lástima, porque el limbo sigue
existiendo. Y está tan cerca de nosotros que con relativa frecuencia acudimos a
él. Recibe numerosos nombres, según culturas y territorios: mente en blanco, estar
en Babia... pero todas coinciden en que es el lugar donde la razón se refugia
de la realidad después de logar desprenderse de ella.
No hay que llevarse a engaño: en ese
limbo no se vive. Nos hablan y no escuchamos, tenemos los ojos abiertos y no
vemos y ni se piensa ni se decide. Porque se trata de una especie de tierra de
nadie donde se desconecta hasta de uno mismo. Ir a ese limbo es un viaje sin
contenido del que regresamos con el mismo bagaje con que partimos: nada.
Existe, sí. Pero nadie sabe lo que hay
allí. Todo un misterio.
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