martes, 23 de septiembre de 2014

Himnos


         Los himnos, como las banderas, se rinden al peso de su historia. Emblemas sonoros que bajo el cuerpo de unos acordes son cantados por enardecidos patriotas con la mano sobre el corazón en señal de respeto, o mejor dicho devoción.

         Tienen un reglamento, un uso oficial que envuelve a las autoridades de cada país, a sus ejércitos... y a los deportistas. Porque los himnos en su versión más popular, donde de verdad se cantan, donde de verdad compiten, es en los grandes acontecimientos deportivos. La melodía es vomitada por los altavoces, el público la amplifica y como en un microondas acaba atravesando la piel hasta alcanzar la médula.

         Los deportistas, sustitutos de los grandes ejércitos decimonónicos, gracias a esa inyección anímica entienden que encarnan, cual alegoría, el espíritu patrio. Gracias a esa ceremonia entran en la cancha jaleados para pelear por una bandera, para representar a un pueblo y para demostrar al mundo los valores de su tierra.

         Los himnos, así entendidos, constituyen el reclamo incruento de las grandes gestas épicas de la antigüedad clásica.

Solo una cuestión: ¿Si todos los seres humanos somos iguales, hacen falta los himnos?



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