Los himnos, como las banderas, se rinden al peso de su historia.
Emblemas sonoros que bajo el cuerpo de unos acordes son cantados por
enardecidos patriotas con la mano sobre el corazón en señal de respeto, o mejor
dicho devoción.
Tienen un reglamento, un uso oficial
que envuelve a las autoridades de cada país, a sus ejércitos... y a los
deportistas. Porque los himnos en su
versión más popular, donde de verdad se cantan, donde de verdad compiten, es en
los grandes acontecimientos deportivos. La melodía es vomitada por los
altavoces, el público la amplifica y como en un microondas acaba atravesando
la piel hasta alcanzar la médula.
Los deportistas, sustitutos de los
grandes ejércitos decimonónicos, gracias a esa inyección anímica entienden que
encarnan, cual alegoría, el espíritu patrio. Gracias a esa ceremonia entran en
la cancha jaleados para pelear por una bandera, para representar a un pueblo y para
demostrar al mundo los valores de su tierra.
Los himnos, así entendidos, constituyen el reclamo incruento de las
grandes gestas épicas de la antigüedad clásica.
Solo una
cuestión: ¿Si todos los seres humanos somos iguales, hacen falta los himnos?
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