Hace tiempo que dar a luz, al menos en los
países desarrollados, dejó de ser un acto natural para convertirse en todo un
manifiesto ideológico de compromiso para la mayoría de los padres. Los hijos
vienen al mundo después de haberse cubierto unas garantías que incluyen un
nivel económico más que suficiente.
Producto de estas exigencias saltan
inconvenientes como las dificultades para conseguir un embarazo por la edad.
Los hijos nacen porque los padres los buscan. Entonces se calculan los días
fértiles, se intensifican los encuentros sexuales y si fallan se recurre a los
costosos tratamientos de fecundación o a los polémicos programas de
adopciones.
En cierta forma, nacer, lo que se
entiende nacer, se ha desnaturalizado de tal manera que el pobre neonato, a los
pocos segundos de respirar ya está en deuda con sus padres. Es el hijo deseado,
producto del sacrificio y la constancia, con la obligación de responder a las expectativas
generadas. Quizá, por eso, los que nacieron fruto del azar, de la noche
descontrolada, de los irregulares cálculos de Ogino, de una píldora que no se
tomó o del preservativo que se rompió, pueden decir que fueron accidentes, pero
al menos nacieron libres.
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