Se suelen redactar con tantos tópicos
que siguen las mismas simples, esquemáticas e impersonales pautas de los
epitafios. Porque la muerte, tal cual, es un tema tabú, y nadie se atreve a
hablar mal de un muerto, y menos mientras el fallecido está todavía ahí, en
cuerpo presente.
Confunden el reconocimiento noble y
merecido a quien defendió con honestidad unos ideales no compartidos. Una cosa
no quita a la otra. Hay personas que a lo largo de su vida han inspirado la
admiración de todos y con ella tenemos la obligación de despedirlas. Sin
embargo, por los obituarios de los periódicos también han desfilado importantes
personalidades, muchas de ellas incluso con las manos manchadas de sangre, que
se han visto beneficiadas ante la Historia por la amnistía de la muerte.
Lo peor es que ni mitificados se
diferencian tanto de los condenados ad
aeternum. Por eso, en justicia, no se puede aceptar ningún elogio gratuito,
ni siquiera plastificado en frases hechas, para aquellos que antepusieron sus
intereses personales, tramaron ocultas estrategias o tomaron decisiones
marcadamente partidistas con plena conciencia. La muerte no invita a mentiras y
la memoria de un personaje mucho menos.
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