Si
alguien pretende demostrar su pureza de sangre está condenado al fracaso. No
existe ni pueblo ni cultura lo suficientemente aislados ni en el tiempo ni en el
espacio como para considerarlos libres de las influencias de sus vecinos. Ni
siquiera ese grupo de kawahiba, una comunidad
amazónica, descubierto por antropólogos occidentales hace menos de un año.
La
vitalidad de los pueblos se renueva con el mestizaje. A través del vínculo
común se da cuerpo a una constante renovación y se garantiza la supervivencia.
Y no es una cuestión específicamente genética, sino que abarca todas las señas
de identidad que aparentemente identifican a un colectivo. La palabra clave en
el arte, en el pensamiento y en el saber se llama fusión.
Fusión
de formas, fusión de melodías, fusión de ideas... todo sostenido por una viva
interacción libre de prejuicios racistas, nacionalistas y clasistas. Por eso,
las ciudades más cosmopolitas ofrecen toda una amalgama de tonos de piel, de
vestimentas, de lenguas y ritmos que confluyen para armonizar las distintas
interpretaciones que se puede dar al sentido de la vida.
Fusión
es compartir el mundo.
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