Qué mala impresión causan esos
concursos en los que los menores juegan a ser adultos. Compiten entre ellos
despreciando su infancia para emular a las estrellas consagradas. En muchos
casos, niños de muy corta edad cantan, zapatean, bailan exactamente igual que los
más famosos artistas en una pasmosa imitación, incluidos los gestos más
provocativos, que despierta los elogios de un jurado
En el
fondo no son los pequeños quienes se disputan la victoria, sino sus padres.
Ellos, verdaderos frustrados, son capaces de sacrificar cualquier sentimiento
con tal de poder verse satisfechos. Basta pensar en el número de horas que
obligan a sus hijos para entrenarse, prepararse y alcanzar el nivel al que
llegan para entender lo egoístas que pueden ser.
Los
primeros años de vida de una persona se deben invertir en su desarrollo físico
e intelectual, en su formación humanística y científica, con un sentido abierto
que le dé acceso a las mejores opciones según sus propias características.
Por eso,
qué mala imagen dan esos pequeños jugando a mayores. Y peor, si además, algunos
montan el espectáculo a costa de esas engañosas ilusiones, alentadas por un
público que da soporte a ese mercado, verdadero tráfico de menores.
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