Leopoldo de Gregorio, mejor conocido
como marqués de Esquilache, pasó a la historia moderna de España por la puerta
de atrás. Con la intención de combatir la suciedad y la inseguridad que se
imponía en el Madrid de Carlos III, aprovechando la confianza que en él dispuso
el Rey Alcalde, trató de llevar un programa de modernización de la ciudad que
incluía la limpieza, pavimentación y alumbrado público, además de corregir
ciertas vestimentas que permitían ocultar el rostro y armas, como la capa larga.
En marzo de 1766 más de un tercio de
los madrileños salieron a la calle indignados por estas medidas. La
movilización popular llegó a amenazar al propio rey, el cual, en un gesto de
debilidad, acabó desterrando a su revolucionario ministro. Consiguieron eso, la
expulsión del ministro, porque sus propuestas tan solo fueron retrasadas: eran
necesarias.
Hoy los grupos de oposición de los
ayuntamientos también incitan revueltas ciudadanas para frenar aquellos
proyectos de futuro que desafían un asfixiante pasado urbano. Casos como el
Cabañal en Valencia o el más reciente del Gamonal de Burgos sirven para
confirmar que este recurso sigue en liza.
Lo malo es que se utiliza sólo para
desgastar a quien manda, porque, desgraciadamente no responden al verdadero
descontento social. Así como en el s. XVIII fue la hambruna de los madrileños,
en la actualidad es la corrupción política y el paro lo que predispone al
pueblo a protestar contra cualquier tipo de cambio, incluso contra lo que en un
futuro próximo le hará la vida más cómoda.
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