sábado, 14 de noviembre de 2015

Olimpiadas


Hay que reconocer que ante un fenómeno tan bien presentado por los medios y acogido por el público calificarlo como el circo de las hipocresías puede parecer exagerado. No lo es teniendo en cuenta que detrás de esta fiesta universal del deporte subyacen unos intereses poco edificantes ya desde su origen.

Cuando Pierre de Coubertin, señorito de familia aristocrática como buen modernista, logró transmitir a sus contemporáneos el entusiasmo por revivir los Juegos Olímpicos, nunca ocultó su percepción clasista del deporte. Podrían participar los amateurs, es decir, los jóvenes de familias adineradas y burguesas que disponían de tiempo y medios para su entretenimiento y se rechazaba a los profesionales, deportistas de origen humilde, que competían bajo el estímulo económico de las apuestas.

Después, los Juegos Olímpicos, ya entregados de lleno a las políticas nacionalistas, sucumbieron al empuje del negocio y acabaron aceptando a los antaño despreciados profesionales del deporte. Con todo, no ha sido esta la traición más destacable: peor es la connivencia entre federaciones y laboratorios para alterar el rendimiento de los deportistas de élite, que se juegan su salud a costa de la efímera gloria del pódium.

Todo bajo la hipócrita tapadera de la confraternidad universal. Porque hasta con las medallas los países ricos siguen machacando a los pobres.


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