Hay que reconocer que ante un
fenómeno tan bien presentado por los medios y acogido por el público
calificarlo como el circo de las hipocresías puede parecer exagerado. No lo es
teniendo en cuenta que detrás de esta fiesta universal del deporte subyacen unos
intereses poco edificantes ya desde su origen.
Cuando Pierre de Coubertin, señorito
de familia aristocrática como buen modernista, logró transmitir a sus
contemporáneos el entusiasmo por revivir los Juegos Olímpicos, nunca ocultó su
percepción clasista del deporte. Podrían participar los amateurs, es decir, los jóvenes de familias adineradas y burguesas
que disponían de tiempo y medios para su entretenimiento y se rechazaba a los
profesionales, deportistas de origen humilde, que competían bajo el estímulo
económico de las apuestas.
Después, los Juegos Olímpicos, ya
entregados de lleno a las políticas nacionalistas, sucumbieron al empuje del
negocio y acabaron aceptando a los antaño despreciados profesionales del
deporte. Con todo, no ha sido esta la traición más destacable: peor es la
connivencia entre federaciones y laboratorios para alterar el rendimiento de
los deportistas de élite, que se juegan su salud a costa de la efímera gloria
del pódium.
Todo bajo la hipócrita tapadera de la
confraternidad universal. Porque hasta con las medallas los países ricos siguen
machacando a los pobres.
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