Karl
Popper sostenía que una democracia
se reconocía porque permitía al pueblo, mediante elecciones, un cambio de
gobierno sin derramamiento de sangre. Así se diferenciaba la dictadura o la
tiranía, incluyendo en ellas gobiernos vencedores de un proceso electoral por
mayoría absoluta y que una vez en el poder desmontaban toda opción de ser
desbancados sin violencia.
A esta
delimitación conceptual habría que añadir que una democracia, si se precia como tal, nunca puede partir de una idea
unitaria de pueblo. La riqueza de toda democracia
recae en su propia diversidad, único valor que puede dar pie a los cambios de
tendencias, pluralidad de alternativas y manifestación de la libertad del
individuo.
Por eso
llama la atención que ciertos gobernantes quieran disfrazar sus propuestas
políticas con el maquillaje democrático
de la consulta popular. Quedan fácilmente al descubierto cuando como prueba de
su intolerancia hacen creer que la sociedad decide con un escueto si/no
sobre asuntos realmente complicados y que en la mayoría de los casos carece de
un profundo conocimiento del tema.
Y lo
peor es que ellos mismos, a través de un falso referéndum, son capaces de
depurar a los malos ciudadanos de los buenos patriotas. ¡Fascistas!
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