Las técnicas culinarias, ahora tratadas como artes, van desplazando el contenido, no ya por la
presentación, sino mejor aún, por el nombre. Platos que no destacan
excesivamente por una elaboración compleja ni por unos ingredientes poco habituales
se transforman en un manjar gracias a la verborrea del maestro de cocinas de
turno.
Un puré de chirivías se bautiza como Armonía de tubérculos de invierno
gracias a la royal de colirábano y al
gel de trufa negra que las acompañan,
que no dejan de ser un zumo de una especie de col y jugo de trufa. O un potaje
de garbanzos con dorada donde las hierbas dan el toque personal se presenta
como dorada de estero asada en salicornia
con jugo de potaje gitano clarificado, huevos de choco y emulsión de hierbabuena.
Con ello se renueva una asociación,
lengua y cocina, que sirvió para conectar la mente con el estómago a través de
la imaginación. Un buen nombre para una buena comida abre el apetito y facilita
la digestión. No censuremos esta incursión lingüística que ha enriquecido el
vocabulario y ennoblecido un oficio. Simplemente recordemos que el abuso
siempre está reñido con el buen gusto.
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