Muchos sociólogos se plantean el éxito
que han alcanzado en nuestros días las redes sociales. Superan todo tipo de
fronteras y, pese a recurrir a medios de comunicación aparentemente
prescindibles, han adquirido casi un carácter obligatorio donde los individuos
sociabilizan en un frenético intercambio de mensajes. No formar parte de estas
redes, lejos de ser un acto de rebeldía o de resistencia a la imposición de las
innovaciones tecnológicas, significa asumir el riesgo de la exclusión social o
la marginación. Es el elemento vertebrador del grupo por excelencia, máxime
desde que las aplicaciones alcanzaron los teléfonos móviles, los iPhone y las iPod.
Resulta ahora habitual encontrar a
dos personas compartiendo mesa en la terraza de una cafetería y en vez de
hablar están abducidas sobre el miniteclado de su terminal. Contrariamente a lo
que parece, sí se están comunicando entre sí y además con otros conocidos que
pueden estar a una gran distancia. Disfrutan de la inmediatez con que circulan
los comentarios y las impresiones. Con todo, también pagan su tributo
sometiendo el contenido de sus conversaciones a la banalidad, superficialidad e
intrascendencia que puede transportar la brevedad de un mensaje por WhatsApp.
Porque todavía hoy las cosas importantes
se siguen diciendo a la cara.
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