El rock tuvo la culpa. Hasta entonces cualquier
producto audiovisual tenía una vida más o menos breve. Una película se mantenía
en cartelera mientras el espectador respondiese. Después pasaba a los círculos
de filmotecas si los críticos la indultaban del olvido.
Con la música sucedía algo similar. Las emisoras de
radio contagiaban al público de pegadizas melodías, la industria del vinilo las
repartía por fiestas y guateques, hasta que apareciese una nueva canción.
Entonces los viejos éxitos se liquidaban en el mercado de segunda mano para
perderse en la memoria.
Hasta que aparecieron los grupos de rock, los grupos
experimentales, los progresivos y sus obras conceptuales. Discos que
transportaban una nueva propuesta estética y una alternativa a las cancioncillas
de moda. Composiciones creadas para sobrevivir al tiempo. Y las discográficas,
las dueñas del negocio, crecieron, formaron su fondo de catálogo, protegieron a
los músicos más rentables y provocaron la mayor manipulación cultural jamás conocida.
Hoy se resisten a perder ese control. Publican
ediciones para coleccionistas, remezclas, remasterizaciones, series de lujo y
conmemorativas: un sin fin de soportes para vender el mismo producto tantas
veces como se pueda. Con ello consiguen actualizar el precio constantemente. Y
estas discográficas que han sentenciado al anonimato a miles de grandes músicos
no comerciales ahora reclaman protección ante el pirateo en defensa de la
cultura… la de sus bolsillos.
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