De
pequeños todos sabíamos que cuando el maestro se giraba para escribir en la pizarra era la nuestra. Valía todo:
levantarse, quitar la goma o el bolígrafo al compañero, pincharle con la punta
del lápiz, pellizcar o dar un codazo, rayar su cuaderno, arrojar una bola de
papel o un avión, disparar con el canuto... Cuando el maestro volvía la vista...
todos sentados y copiando detenidamente lo que había escrito en la pizarra.
Era
la ley de la pizarra. Todavía está
vigente y todos lo sabemos. Está prohibido acusar porque la única autoridad es
el maestro. Así es la ley de la pizarra.
No es que esté bien, pero está y todos saben a qué atenerse. No quiero ni
imaginar qué ocurriría si el maestro se pasase toda la clase de espaldas.
Por
desgracia en el mundo de los mayores parece que quien tiene que velar por el
orden sí está de espaldas todo el tiempo y no se entera de lo que pasa. Esa
impresión nos da nuestro sistema jurídico, lento e ineficaz. Y cuando la gente,
ya cansada, acaba denunciando, vemos que solo caen los más tontos, como en el
colegio. Y lo peor es que no hay pizarra.
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