La tradición bíblica, marcada por su origen caldeo,
consideraba a los hijos como un bien
material. En la Historia de Job el
Diablo le desposee de sus hijos y
Dios, superada la prueba, se los restituye junto con todas sus propiedades
perdidas.
El matrimonio burgués tampoco se escapa de esta
concepción materialista de los hijos.
Suele recurrir a ellos como un elemento naturalizador de una institución en
crisis. Los hijos dan un aspecto de
estabilidad y equilibrio que es aprovechado por el sistema para potenciar el
consumo de productos especialmente concebidos: alimentos vitaminados, jabones
y tejidos hipoalergénicos especiales para niños. La publicidad,
por vender, vende hasta el aire puro, para que sus hijos puedan crecer y disfrutar sanos, a través de urbanizaciones,
colegios y lugares de vacaciones.
De tal manera se ha potenciado esta relación de
matrimonio/hijos que muchos han
caído en la obsesión de conseguirlos con carísimos tratamientos de fertilidad.
Y dejamos de lado el oscuro mercado de las adopciones, tanto legales como
ilegales, y de los vientre de alquiler.
Sea como fuere, los hijos de la burguesía siguen siendo un bien material, tan estereotipado
que hasta ellos mismos acaban olvidando que entre padres e hijos deben prevalecer, por encima del proteccionismo y el
consentimiento, lazos menos interesados: amor, afecto y sentimiento.
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