El origen del pastoreo se remonta al neolítico. El primitivo
cazador vio que acompañando rebaños en su búsqueda de nuevos pastos se
garantizaba una serie de beneficios (alimento, pieles…) reduciendo su esfuerzo
notablemente. El paso siguiente fue la domesticación de esos animales que se
sometieron con relativa facilidad: con ello el hombre, que pasó de cazador a pastor,
se responsabilizaba de encontrar mejores pastos y abrevaderos a cambio de unas
concesiones.
Para el rebaño era una situación altamente beneficiosa: ya
no tenía que temer los ataques de los depredadores porque el pastor se
encargaba de protegerlos; ya no dependía del las rutas establecidas para buscar
el alimento porque el pastor era capaz de encontrar nuevos recursos; ya no
tenía que refugiarse improvisadamente de las inclemencias del tiempo porque el
pastor le resguardaba en su establo, incluso ya no temía a las enfermedades porque
el pastor buscaría su cura… y como es lógico, a cambio de protección, alimento,
refugio y salud el pastor se cobraba su pequeño precio: la producción de leche,
su lana y, lo más doloroso, de vez en cuando el sacrificio de algún miembro del
rebaño.
Ya no estamos en el neolítico, sin embargo la idea de rebaño
dirigido por pastores sigue vigente. Para el colectivo sigue siendo más ventajoso
sentirse protegido. Por eso se rinde a las exigencias de su pastor, que incluye,
entre otras, una resignada aceptación de la pérdida de algunos individuos.
Porque el pastor ha sabido grabar en la mente de su rebaño que es mucho mayor el beneficio que el riesgo.
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