Abro los ojos… veo. Cierro los ojos… pienso. Abro
los ojos… miro. Cierro los ojos… siento. Abro los ojos… observo. Cierro los
ojos… imagino…
¿Y si parpadeo? ¿Y si fuese capaz de parpadear 24
veces por segundo? Entonces sería capaz de no diferenciar la realidad de la
imaginación. Cada segundo tendría cinco décimas con los ojos abiertos y otras cinco
con los ojos cerrados. ¿Y qué predominaría? ¿Cómo entendería mi entorno?
Estoy seguro de que si me limitase a todo lo que
percibo con los ojos abiertos daría un mayor valor a la materia, a los objetos,
a los hechos. Me guiaría por la experiencia y llegaría a la explicación
científica de todo lo que me rodea.
Si, en cambio, viviese con los ojos cerrados mi
mundo sería el de los sueños. Entendería la existencia de tal manera que mi
mente la moldearía a su antojo. Y en ella desarrollaría mi espíritu y mis
placeres y mis fobias.
Y entre esa realidad y
esa imaginación que comparten el mismo segundo de vida está la imagen. Captada en un acto imperceptible,
luego nos traslada a infinitos mundos por su propia naturaleza evocadora. La imagen pertenece al gesto que existe
justo entre el abrir y cerrar de ojos. Y desde allí enriquece nuestro espíritu y
hace crecer nuestro conocimiento.
Las imágenes no toman el tiempo para nacer
y por eso no mueren nunca.
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