miércoles, 14 de noviembre de 2012

Dioses



En el principio el hombre creó a dios … y vio que era útil.

El sentido trascendental que cada ser humano puede darle al hecho de vivir no tiene por qué pasar por la concepción de un dios. La inmensidad del ser es una sensación de vértigo que solo se vislumbra cuando se prescinde de sí mismo. En una sola idea: el punto de equivalencia del Todo y la Nada.
No existen normas que regulen este encuentro. No hay elementos positivos ni negativos, ni buenos ni malos… no hay leyes, no hay inocentes ni culpables… no hay juicios, no hay jueces.
Sin embargo el comportamiento del individuo dentro de la sociedad está codificado. Es más, para que haya sociedad es necesario que esté codificado. Desde la noche de los tiempos el grupo selló sus propias garantías de supervivencia en este hecho. Y le llamó leyes y las promulgó mediante un dios.
Efectivamente, hizo falta generar un individuo más poderoso que todo el conjunto de sabios ancianos, de nobles patricios o victoriosos guerreros capaz de hacer cumplir esas leyes incluso más allá de la propia tribu, más allá de la propia vida.
Y este Dios, inventado y bendecido en una confabulación mística, dictó sus leyes, cuya transgresión no fue el delito sino el pecado. Pero, aun siendo Dios omnipotente, tuvo que rendir pleitesía a los herederos de sus creadores. Así la imagen de Dios ha venido adaptándose cuantas veces falta ha hecho a las necesidades de la sociedad: del Dios terrorífico medieval, se ha pasado al comprensivo y paternalista de nuestra época. Y es que no solo el Hombre creó a Dios, sino que además lo hizo a su imagen y necesidades.

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