En el principio el hombre creó a dios … y
vio que era útil.
El sentido
trascendental que cada ser humano puede darle al hecho de vivir no tiene por
qué pasar por la concepción de un dios. La inmensidad del ser es una sensación
de vértigo que solo se vislumbra cuando se prescinde de sí mismo. En una sola
idea: el punto de equivalencia del Todo y la Nada.
No existen normas que
regulen este encuentro. No hay elementos positivos ni negativos, ni buenos ni
malos… no hay leyes, no hay inocentes ni culpables… no hay juicios, no hay
jueces.
Sin embargo el
comportamiento del individuo dentro de la sociedad está codificado. Es más,
para que haya sociedad es necesario que esté codificado. Desde la noche de los
tiempos el grupo selló sus propias garantías de supervivencia en este hecho. Y
le llamó leyes y las promulgó mediante un dios.
Efectivamente, hizo
falta generar un individuo más poderoso que todo el conjunto de sabios
ancianos, de nobles patricios o victoriosos guerreros capaz de hacer cumplir
esas leyes incluso más allá de la propia tribu, más allá de la propia vida.
Y este Dios, inventado
y bendecido en una confabulación mística, dictó sus leyes, cuya transgresión no
fue el delito sino el pecado. Pero, aun siendo Dios omnipotente, tuvo que
rendir pleitesía a los herederos de sus creadores. Así la imagen de Dios ha
venido adaptándose cuantas veces falta ha hecho a las necesidades de la
sociedad: del Dios terrorífico medieval, se ha pasado al comprensivo y
paternalista de nuestra época. Y es que no solo el Hombre creó a Dios, sino que
además lo hizo a su imagen y necesidades.
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